miércoles, 2 de julio de 2008

De la obesidad y la amistad

'Niño gordo', José Antonio Cerro
Antes de pegar el estirón a los catorce años, yo fui un niño gordo. De la edad de los seis años pocos recuerdos me quedan, pero uno de ellos es que mi profesor tenía por costumbre ponernos motes a los alumnos, y a mí me llamaba “la bomba atómica” (sí, mi generación tuvo la mala suerte de lidiar con los últimos sátiros de la docencia, aunque ya estos empezaban a dejar los métodos de regla y tirón de patillas por los sicológicos, más sutiles y efectivos, si cabe). Creo que fue a los ocho años que me metí en unas clases de karate. En la prueba para el cinturón blanco-amarillo, el instructor me dijo que le diera una patada, allá se la mandé, mi talón se enganchó en su mano y me caí de culo. Empecé a llorar desconsoladamente hasta que el tipo, seguramente temiendo por su karma, me dijo que estaba aprobado (no hay nada más digno de compasión que una pequeña bola de niño patas arriba pegando berridos lastimeros).

Mi mejor amigo de aquellos tiempos estaba tan gordo o más que yo. En gimnasia éramos los únicos que no conseguíamos saltar el potro ni subir dos brazadas en la cuerda. Joder, como odiábamos esa asignatura. Un día el profesor decidió examinar a la clase con una carrera dando varias vueltas al colegio. Mi amigo y yo nos miramos, sabíamos quiénes íbamos a ser los últimos. A él se le ocurrió la idea de hacer un pacto: correríamos juntos y juntos llegaríamos a meta, si uno se retrasaba el otro esperaría por él. Yo sabía que, dentro de mi torpeza, era un poco mejor que él corriendo, pero acepté, era mi mejor amigo. Toda la carrera me mantuve a su lado, incluso aguanté la vergüenza cuando los compañeros más veloces empezaron a doblarnos. Un par de veces pensé en decirle de acelerar un poco, pero luego no me atrevía cuando giraba la cabeza hacia él y le veía la cara descompuesta del esfuerzo, los carrillos bamboleando, colorados y brillantes de sudor. Enfilamos la última recta, poco a poco (muy poco a poco) nos aproximamos a la meta y en las caras de mis compañeros que esperaban podía ver sus sonrisas burlonas. Me daba rabia pero, de alguna forma, también me sentía orgulloso: había cumplido la promesa, éramos un equipo, los mejores amigos del mundo mundial. A falta de unos metros para llegar lo miré, sonreí y le tendí la mano. Él también sonrió. Luego... esprintó.