miércoles, 10 de junio de 2009

El hombre abanderado


En la vieja Europa (¿cuál será la nueva?), es tradición que se identifique a la derecha conservadora con el color azul y a la izquierda progresista con el rojo. Estos días los periódicos se tiñeron de azul con su esplendorosa proliferación de mapas y estadísticas respecto de las recientes elecciones. Tanto que hasta el papel tenía un cierto tacto húmedo de mar. En efecto, había que nadar entre un mar azul de cifras antes de poder descansar la vista en algo más conciliador y ligero como puedan ser las páginas de sociedad o (¿y?) cultura. El azul del neoliberalismo, parece ser, está de moda. No deja de ser curioso que esto suceda justo ahora que la crisis nos flagela, crisis causada precisamente por la práctica a ultranza de las recetas económicas que esta corriente promulga. Paradójicamente, en el país por excelencia del capitalismo neoliberal, allá en la ultramar, los colores se invierten y así los rojos son los republicanos y a los demócratas les toca ser pitufitos. Pero esto no deja de ser más que una ilusión, otro efecto óptico que tan bien se les da fabricar por aquellas tierras. No hay más que fijarse en la bandera. Así, el azul es el color de su campo de estrellas (¿o star system?), el núcleo duro y primordial de su idiosincrasia (idiotez sin gracia, que diría un amigo mío de raíces más europeamente vermellonas que las mías). Luego, el rojo se reserva a las estrechas barras, algo así como un adorno cara a la galería, la excusa de que lo que sobre, si eso, ya se dedicará a lo social. Y, desde luego, paralelas, no vaya a ser que se junten y hagan piña. Así que al final resulta que la bandera estadounidense viene a ser más bien tirando a europea. Al menos, en eso, Europa no engaña. Cuando decidió olvidar su antigua tradición de lo social y humanista, cuando lo de liberté, égalité, fraternité se dejó en el desván de los buenos y olvidados deseos y se decidió subir al carro del individualismo neoliberal, ya nos encargamos de hacer una bandera que no dejara lugar a dudas. Obviamos las barras rojas y directamente hicimos un zoom sobre el campo de estrellas hasta llenar de azul toda la bandera. Cabe hablar también de la bandera rusa. Todos recordamos cuán de roja era la bandera de la Unión Soviética, pero claro, con perestroika por medio tuvo que aparecer el azul, que ahora ondea en la bandera de esta nación en igual rango que el rojo. Trasladando esto a la humanidad en su conjunto y a cada hombre en particular, lo ideal sería que fuéramos todos un poco bandera rusa, con una franja en nuestro interior azul que nos libre de ser borreguitos y sea nuestra parcela de individualidad, una franja roja que nos permita ser solidarios y una tercera en blanco que nos dé la libertad de elegir según las situaciones que se nos presenten en la vida. Uno es de un natural humanista-optimista, pero también tengo ojos y veo que esto "a lo ruso" no tiene visos de prosperar. Así que me conformo con que seamos al menos un poco "a lo yanquis" (hablamos de banderas, recuerdo), que a nuestro campo de egocentrismo todavía pueda ponérsele vallas y deje sitio para barras rojas de solidaridad, sino convergentes entre sí, tal vez lo suficientemente próximas para que sean algo más que brindis al sol. Eso quiero pensar, aunque por otro lado mi amigo (el de la idiotez sin gracia) no deja de darme la vara con que el zoom está en marcha de forma imparable. Al menos, le digo yo entonces, siempre nos quedará la bandera española, bien servida de rojo y con el amarillo por si la cosa falla. Primero, porque así tendremos a qué echarle la culpa de nuestros propios errores (deporte nacional); y segundo porque, ante una inminente inundación de azul, el amarillo al menos devendría en verde, a ver si así no acabamos de cargarnos el planeta.

P.D.: Me apunta mi amigo, siempre tan cachondo, que además el rojo y el azul dan morado. Imagino por qué lo dice.


miércoles, 29 de octubre de 2008

Soledades


Todos a los que nos gusta escribir nos encontramos de vez en cuando con el mítico síndrome de la hoja en blanco. Cada uno lo combate a su manera. Personalmente, cuando me sucede, me dedico a hacer listas disparatadas. Sí, tengo una carpeta llena de listas, listas de profesiones raras, de maneras de atravesar una puerta, de cicatrices, de clases de héroes en los cuentos, de formas de saludar, de hijos de parejas de animales o cosas diferentes, de tipos de sombreros... A veces, de esas listas, sale luego algún que otro relato. El caso es que ayer, aburrido, me puse a escribir una lista de cosas solitarias. Por ejemplo:

- Una botella flotando en el océano sin un mísero mensaje con el que pasar las horas muertas.

- Un espejo de cara a la pared abandonado en un trastero sin luz.

- Un anacoreta por las calles de una gran ciudad.

- Un bidé en el piso de un hombre soltero.

- Un calcetín desparejado que, irremisiblemente, va siendo relegado poco a poco hacia el fondo del cajón, hasta que un último empujón lo aboca al suicidio de ese mundo paralelo que es el hueco entre los cajones y el cuerpo del mueble.

- Una lata de sardinas vacía en el fondo de un mar por el que pasan sardinas que, con una actitud completamente egoísta, nunca quieren meterse dentro.

- La Luna que, con la edad, ha perdido vista y ya no puede ni entretenerse con las tonterías del mundo.

- Un dos que quisiera ser un veintidós pero ni siquiera es un uno para poder congraciarse con su soledad.

- San Pedro, funcionario ocioso ante unas Puertas del Cielo por las que últimamente no pasa ni Dios.

En esas alturas andaba cuando a traición me asaltó una idea. Que quizás, maldita sea, lo más solitario del mundo podría ser un escritor escribiendo en completa soledad sobre las cosas más solitarias del mundo. Terrible. De repente me sentí angustiosamente solo. Miré a mi alrededor. Solo, solito, solísimo. Mis ojos se posaron en el móvil. Supongo que una persona normal habría entonces llamado a un colega, a una chica, a su madre o incluso a uno de esos programas de radio en los que la gente se siente mejor contando sus miserias. Hace ya bastante tiempo que tengo asumido que no soy demasiado normal, así que lo que se me ocurrió en ese momento fue marcar un número al azar. Al cuarto o quinto intento contestaron -una mujer- y así fue la conversación, o al menos como mi mente la recuerda:

—¿Sí?
—Hola.
—Eh..., hola. Perdona, ¿quién eres?
—Soy yo.
—¡Ah, joder, tú! Oye, ¿y este número?
—Es el mío.
—¡Coñe! ¿Y cuando lo cambiaste?
—...
—¿Oye?
—¿Sí?
—Ah, nada, ya lo guardo en la agenda.
—Es tarde. ¿No te habré despertado?
—No, tranquilo. Estaba a punto pero aún no.
—Ah, bien, menos mal.
—¡Ja, ja! Dime.
—Pues… nada. Que me siento solo.
—...
—O sea, je, que vi el móvil y me apeteció llamar.
—Ya..., bueno... Mira, es que esta noche va a ser complicado.
—¿Complicado el qué?
—Pues que vengas. Mañana tengo cosas que hacer temprano y no...
—Pero yo no quiero ir ahí.
—Ah. No. ¿Y entonces?
—Pues eso. Que me sentía solo.
—...
—...
—Jorge, tío, ¿estás borracho?
—¿Quién es Jorge?
—...
—¿Hola?
—¿No eres Jorge? ¿Quién eres?
—Sergio.
—Uhm... Creo que te has equivocado.
—¡Qué va! He acertado de pleno. Ahora mismo ya no me siento solo.
—Oye, yo soy Silvia, ¿a quién llamas tú?
—A ti.
—Pues no caigo en quién eres.
—Sergio.
—Ya, vale, pero no conozco a ningún Sergio que pueda tener mi número.
—Ahora sí.
—Eh..., mira, voy a colgar, ¿ok?
—Vale, que duermas bien, Silvia.
—Uh…, vale, chao.
—Chao.

Anoche dormí como un bendito. Hoy me olvidé el móvil y, cuando volví a casa, entre las llamadas perdidas estaba el número de Silvia. Me dio pena no haber estado para contestar. A lo mejor, se había sentido sola.


miércoles, 8 de octubre de 2008

Alive and kicking


Hola, gente, disculpas por el abandono. El verano ido se ha y vuelvo de nuevo a mi guarida de invierno, a arroparme bien con mis letras y a que vuestros comentarios me calienten cual sopa casera y humeante o cual pimiento de Padrón con mala leche, que aquí todo se acepta. Ahora me da pereza contaros mis experiencias estivales, porque la cosa iría larga, poco a poco os iré soltando algún detalle. Para no dejar sin chicha esta entrada, os dejo algunas recomendaciones de entre mis afectos y filias:


De un género:

Los que visitáis mi otro blog sabéis que soy devoto de lo breve. Para los que gustáis o queréis probar suerte con esto de la minificción, aquí os presento dos páginas en las que aprender a manejaros con los recursos intrínsecos de este género.

Ficticia
El portal en que por primera vez publiqué algo en internet. Podéis subir cuentos en su sección ‘Puerto Libre’, pero la que interesa para el caso es su sección ‘Marina’, donde se suben las minificciones y podéis participar en su concurso-taller con tema mensual. De entre las subidas los primeros veinte días de cada mes, otros tantos talleristas hacen una preselección, vía correo electrónico trabajan las minis con los autores y luego estos textos los evalúa y comenta haciendo de jurado un escritor o estudioso reconocido del género (cada mes uno distinto). Si algo sé de escribir minificciones, aquí fue donde lo aprendí.

Minificciones.com.ar
Todavía no la he analizado en profundidad, pero han tenido la gentileza de colocar en su página un brevento mío y el primer vistazo que le he echado ha sido positivo. Allí podréis encontrar una buena colección de minificciones de escritores consagrados como Arreola, Monterroso, Cortázar, Shua, Denevi, etc. junto a otras de nuevos creadores. También reflexiones de estos magos de lo breve sobre el género y un concurso de dinámica parecida a la de Ficticia salvo por que, en vez de tema, el disparador de cada convocatoria mensual es una imagen. Otras diferencias (y estas las pongo en el lado negativo de la balanza) es que no se hace un tallereo previo a la evaluación del jurado (que además elige pero no comenta), con lo que el aprendizaje que se consigue en páginas como Ficticia es más limitado aquí. De todos modos, la página es muy reciente (creo que en julio empezaron), y tiempo habrá para ir ampliando el proyecto. Con apenas tres meses de vida, creo que mucho es lo que han avanzado, muy sencilla de navegar y abierta al comentario de sus lectores. En fin, un buen escaparate para que la gente os lea y una estupenda iniciativa en pro de la minificción.



De una afición

Un navegador entre letras como yo no podría tener de juego de mesa preferido otro que no fuera el Scrabble. Ya sabéis, supongo, ese divertimento a medio camino entre los crucigramas y el ajedrez (por decir algo), excelente para ampliar vocabulario y todo un reto de estrategia lúdica. La página oficial auspiciada por la FISE (Federación Internacional de Scrabble en Español) para jugar en Internet es ReDeLetras. Allí encontraréis oponentes de todos los niveles, participar en torneos por categorías, podréis incluso montar vuestros propios minitorneos con la gente que elijáis, ir subiendo en los rankings (con ELO oficial, como en ajedrez), tendréis la ocasión de jugar hasta contra los número uno mundiales de este juego en tablero (por cierto, el último mundial se ha jugado a finales del pasado mes y lo ha ganado un español, Enric Hernández) o simplemente echar una partidita mientras chateas con gente de todo el globo.


De un pueblo

Desde los 18 años vivo en Vigo, pero nací un par de rías más al norte, en Vilagarcía de Arousa, que es el pueblo más grande de Galicia o su ciudad más pequeña, según lo prefiráis. Aquí podéis ver algunas panorámicas en 360º y aquí algunas fotos muy artísticas que me he encontrado en el Flickr sobre este pueblo volcado al mar.




De una película

El pasado día 3 fue el estreno en el Festival de Sitges de la primera película de Hernán Migoya. Jeje, ya sé que a algunos os sonará el apellido, que para algo es mi primo. Hernán es el verdadero artista de la familia y no yo. Viene del mundo del cómic (guionista y redactor, a todos los españoles que lean esto les suena seguro publicaciones históricas como “El Víbora” o “Kiss”). En el tema de la literatura me lleva ventaja, tiene publicado un par de libros de relatos, algún que otro trabajo relacionado con el mundo del cine, hasta la biografía oficial de una buena amiga suya, Chiqui Martí (otra vez a los españoles me remito, sí, la streaper de Crónicas Marcianas). De todos modos, en este campo lo que os recomiendo, y mucho, es su novela “Observamos cómo cae Octavio”. Pero bueno, la novedad está en su película, “Soy un pelele”, de la que es guionista y director. Entre los actores están Roberto Sanmartín (el cubano de “Aquí no hay quien viva”), Liberto Rabal, Paco Calatrava (el feo de), la propia Chiqui y hasta un equipo de voleibol femenino nudista, Las Chulas. Es una peli al estilo Hernán, o sea, muy a lo comic, con sus dosis escatológicas, sexo generoso y mucha risa. Un disparate de comedia para espectadores sin complejos a la que la crítica ya ha empezado a crucificar, así que va a ser buena y todo. La gente llenó la sala en el estreno en el Festival y se lo pasó pipa, así que esperemos que se haga un hueco para llegar a los cines. Suerte, primote.


Y hasta aquí por hoy. Próximamente… más del curioseador. Vivito y coleando.

miércoles, 2 de julio de 2008

De la obesidad y la amistad

'Niño gordo', José Antonio Cerro
Antes de pegar el estirón a los catorce años, yo fui un niño gordo. De la edad de los seis años pocos recuerdos me quedan, pero uno de ellos es que mi profesor tenía por costumbre ponernos motes a los alumnos, y a mí me llamaba “la bomba atómica” (sí, mi generación tuvo la mala suerte de lidiar con los últimos sátiros de la docencia, aunque ya estos empezaban a dejar los métodos de regla y tirón de patillas por los sicológicos, más sutiles y efectivos, si cabe). Creo que fue a los ocho años que me metí en unas clases de karate. En la prueba para el cinturón blanco-amarillo, el instructor me dijo que le diera una patada, allá se la mandé, mi talón se enganchó en su mano y me caí de culo. Empecé a llorar desconsoladamente hasta que el tipo, seguramente temiendo por su karma, me dijo que estaba aprobado (no hay nada más digno de compasión que una pequeña bola de niño patas arriba pegando berridos lastimeros).

Mi mejor amigo de aquellos tiempos estaba tan gordo o más que yo. En gimnasia éramos los únicos que no conseguíamos saltar el potro ni subir dos brazadas en la cuerda. Joder, como odiábamos esa asignatura. Un día el profesor decidió examinar a la clase con una carrera dando varias vueltas al colegio. Mi amigo y yo nos miramos, sabíamos quiénes íbamos a ser los últimos. A él se le ocurrió la idea de hacer un pacto: correríamos juntos y juntos llegaríamos a meta, si uno se retrasaba el otro esperaría por él. Yo sabía que, dentro de mi torpeza, era un poco mejor que él corriendo, pero acepté, era mi mejor amigo. Toda la carrera me mantuve a su lado, incluso aguanté la vergüenza cuando los compañeros más veloces empezaron a doblarnos. Un par de veces pensé en decirle de acelerar un poco, pero luego no me atrevía cuando giraba la cabeza hacia él y le veía la cara descompuesta del esfuerzo, los carrillos bamboleando, colorados y brillantes de sudor. Enfilamos la última recta, poco a poco (muy poco a poco) nos aproximamos a la meta y en las caras de mis compañeros que esperaban podía ver sus sonrisas burlonas. Me daba rabia pero, de alguna forma, también me sentía orgulloso: había cumplido la promesa, éramos un equipo, los mejores amigos del mundo mundial. A falta de unos metros para llegar lo miré, sonreí y le tendí la mano. Él también sonrió. Luego... esprintó.


sábado, 28 de junio de 2008

Por el mar corren las liebres...


“… por el monte las sardinas”, decía esa canción de nuestra infancia. Un mundo al revés que a los niños nos hacía gracia, porque por un momento podíamos contar mentiras con el beneplácito de los mayores. Pues parece que al final puede ser verdad que por el monte andarán, vistas las últimas quejas del sector pesquero sobre la disminución de reservas en su hábitat acuoso natural y que ahora hemos descubierto que, lo que es en las latas de sardinas, demasiadas sardinas no hay. La OCU ha sacado un estudio en el que afirma que 10 de cada 25 latas de sardinas en aceite de oliva comercializadas en España no pasan el control de calidad porque, sencillamente, o la especie no es sardina propiamente dicha (Sardina pichardus), o el aceite no es puramente de oliva (va rebajado con aceite de semillas). Eso sí, los consumidores tenemos la suerte de que no nos vamos a morir de un empacho de mentiras, pues el informe dice que las cualidades organolépticas son correctas. Ojos que no ven, corazón que no siente, eso debe pensar la industria conservera (o una parte de ella, para ser justos) y entre pan y pan igual nos va a saber una sardina que un boquerón o un sábalo.

Después de leer la noticia coincidí en el ascensor con mi vecina del 4ºA. Hablaba del tiempo y de su artritis como siempre hace, pero a lo mejor no era ella. Me pareció percibir cierto olor a pescado. No sé cómo andará de cualidades organolépticas pero, por si acaso, no pienso abrir una lata de sardinas en mucho tiempo.


miércoles, 25 de junio de 2008

Relatividades


En la cafetería de debajo de mi casa deberían cobrarme los cafés más caros, ya sólo por la cantidad de material que ofrece a un curioseador como yo. Ayer estaba la barra bastante llena y me tocó sentarme en un rincón, junto al teléfono público. Al rato vino un tipo para usarlo. Esta vez ni me hizo falta poner el radar, el muchacho parecía que estuviese hablando con alguien de la otra esquina del local. Que no se cortaba, vamos. Se pasó discutiendo con ¿su novia? los diez minutos que duraría la llamada porque él ¿o ella? lo ¿la? había dejado plantado ¿plantada? en una cita. Bueno, es lo de menos, a lo que iba es que en una parte de la conversación él dijo: “Pues si esa es tu razón, no tienes razón”. Aparte de darme a entender que seguramente él había sido el plantado, lo que me chocó fue la frase en sí. Me quedé pensando. Primero, me pareció ilógica, pues si ella había dicho su razón, tenía una, entonces tenía razón, la suya. El problema es que solemos identificar ‘razón’ con ‘verdad’ y pensamos que la verdad es única, cuando la realidad es que hay tantas verdades (ver el primer post de este blog) como individuos pensantes, que es lo mismo que decir que la verdad no existe. Se atribuye erróneamente a Einstein esa frase de “Todo es relativo”, cosa que nunca dijo, como lo demuestra que su Teoría de la Relatividad se basa en que la velocidad de la luz es absoluta. Es más, hasta el mayor relativista del mundo debería modificar esa frase y decir: “Todo es relativo, excepto esta frase”. Yo creo en lo que llamo los “absolutos relativos”, o sea, algo relativo viene dado relacionado a un absoluto para ese relativo, y este absoluto es a su vez relativo con respecto a otro absoluto, del que nada sabe el primer relativo (para que su absoluto pueda serlo para él) y así seguiríamos hasta llegar al infinito, concepto inasible para nuestra mente que me permite la licencia de considerarlo el único “absoluto absoluto”. ¿Te has absolutamente perdido? Pues tómatelo con calma, que aún hay más.

Estos días me ha dado por leer a Nietzsche. Lo primero que aprendí fue que los nazis no sabían leer, porque si supieran no lo habrían puesto como referente de su ideología (él se hubiera meado encima de Hitler con gusto). También ratificó mi convencimiento de que ya todo está escrito cuando descubrí que mi ‘original’ post que titulé “El lado Oscuro” ya lo había resumido el bueno de Friedrich en uno de los discursos de Zarathustra, “Del árbol de la montaña”, donde dice: “Al hombre le ocurre lo mismo que al árbol. Cuanto más quiere elevarse hacia la altura y hacia la luz, tanto más fuertemente tienden sus raíces hacia la tierra, hacia abajo, hacia lo oscuro, lo profundo, - hacia el mal”. Pero lo que verdaderamente (y no se tome la palabra en sentido literal) viene al caso es que él también negaba la existencia de la verdad o, al menos, lo que queremos hacer pasar por verdad. Es más, decía que el hombre no busca el conocimiento de lo cierto, lo que llama “voluntad de verdad” y lo sustituía por la “voluntad de poder”, entendiéndola como nuestra necesidad de darle un sentido al mundo para darle un sentido a la vida (a la nuestra). Eso nos lleva a convertir las cosas en conceptos, y esos conceptos no son la verdad de las cosas, sólo son las reglas que la sociedad impone como ciertas porque el hombre necesita de ellas para tener una base en la que sujetarse y poder vivir. Por poner un ejemplo, es como si a una manzana le pones una etiqueta que diga “manzana”. La verdad no es esa etiqueta (podría haber puesto “pera”) sino lo que hay debajo de ella. Y cuando decimos que la verdad es nuestra etiqueta que pone “manzana” y no la del otro que dice que la verdad es su etiqueta que pone “pera”, no nos damos cuenta de que nuestra etiqueta no es la manzana, sino el concepto que hemos aprendido de lo que es el objeto al que identifica.

Y por fin, para cerrar el círculo, voy a enlazar lo anterior con mi teoría de los “absolutos relativos”. Para ello, pongamos un ejemplo einsteiniano. Imaginemos una mosca posada en la cabeza de un hombre que camina por el vagón de un tren. Si la observamos desde la cabeza del hombre, la mosca está quieta. Si somos un pasajero de ese vagón, se moverá a la velocidad del caminar del hombre. Si estuviésemos fuera del tren (vaya ojo el nuestro) veríamos a la mosca desplazarse a la suma (o resta) de las velocidades del hombre y del tren. Así podríamos seguir según plantáramos nuestro trasero en el Sol, un punto de la Vía Láctea, etc. Y sólo cómodamente aposentados en el infinito, podríamos ver cuál sería la auténtica velocidad de esa mosca. Como esto no es posible por la propia y abstracta definición de infinito, nunca conoceremos esa verdad. Pero la moraleja de esta historia no tiene por qué ser frustrante, nos sirve para comprender que, cuanto más abramos nuestra mirada, más próximos estaremos a la verdad. Lo que es, relativamente, un consuelo.


jueves, 19 de junio de 2008

El 'dijeador'


Una de las frases que más nos enerva escuchar y más disfrutamos al pronunciar es esa de “ya te lo dije”. El otro día estaba tomando un café en la barra del bar de debajo de mi casa, cuando escuché al hombre a mi lado farfullar indignado un “si ya lo decía yo”, que viene a ser el equivalente de la otra frase cuando el individuo en un principio dijeado no se encuentra presente. Mi radar de curioseador se puso alerta y eché una mirada de reojo. El paisano, sentado inquieto en el taburete, daba golpecitos con el índice sobre el periódico abierto por la sección de sucesos, y a intervalos levantaba la cabeza mirando a su alrededor en busca de unos oídos amigos (no hay nada más desesperante que encontrar la suculenta ocasión de un “si ya lo decía yo” y no tener a quien contárselo). Volví a hundir mi cabeza en mi propio periódico para eludir convertirme en el objetivo de sus previsibles ganas de contarle al mundo la razón de su “si ya lo decía yo” (una cosa es ser curioseador y otra masoca). Para suerte de aquel tipo, siempre hay una persona que en estas situaciones juega en desventaja, y esa es la que está al otro lado de la barra, la única que no tiene más remedio que estar de frente a sus clientes. “¡María, mira esto, si es que ya lo decía yo!” Cuando escuché que conocía el nombre de la camarera, supe que la pobre no tenía salvación. La chica se acercó con su sonrisa cortés y resignada, dispuesta a soportar la perorata. Feliz (entusiasmado, diría) de haber por fin encontrado público, el hombre procedió a resumirle una de las noticias, que trataba del desprendimiento de unos trozos de cornisa que habían caído a la acera, hiriendo a un par de personas. Luego me costó un poco seguir el hilo de la historia, porque la muchacha aprovechaba la llegada de nuevos clientes para escaquearse cuanto podía. Su mala suerte es que el dijeador estaba sentado justo en frente de la cafetera, artilugio de uso bastante frecuente en una cafetería. Así, el relato se fue extendiendo en varios actos a los que yo asistía como un espectador disimulado y algo perdido en la trama de aquella tragicomedia que se mezclaba con los argumentos de las noticias que yo iba leyendo en mi propio periódico. Más o menos la cosa fue así: mientras el alcalde de mi ciudad inauguraba un centro para la tercera edad, el dijeador contaba cómo había avisado en varias reuniones de la comunidad que la cornisa de su edificio estaba inestable, que las grandes empresas reiniciaban su actividad al remitir la huelga del transporte porque luego cuando pasara algo vendrían las lamentaciones y ni puñetero caso le habían hecho, que sí, que Irlanda vota “no” al Tratado de Lisboa y eso ya estaba mirado y había que pedir presupuestos, pero llevaban meses así, dando largas y él acabó hartándose y llamó al ayuntamiento para que la Xunta avisase a los alumnos objetores de la asignatura de Ciudadanía que serían suspendidos, que más vale prevenir que curar y vinieron los bomberos y le dijeron que efectivamente aquello estaba fatal, pusieron una malla provisional para evitar desprendimientos y ni siquiera les cobraron por la actuación, aunque avisaron de que se daba parte y tenían que arreglarlo antes de que la Expo Universal de Zaragoza abriese hoy sus puertas al público o les vendría una inspección, con lo que los vecinos le recriminaron que hubiera llamado y no, no era el suyo el edificio que salía en el periódico pero tranquilamente lo podría haber sido, y era indignante que porque España ganase a Suecia dos a uno en el último minuto, todos se hubieran vuelto contra él, tan sólo por ser un ciudadano responsable y preocuparse por que el Discovery aterrizara sin incidentes en Florida.

Después de desahogarse, el dijeador le pidió a la camarera que le guardase el periódico hasta mañana, que quería llevárselo para poner la hoja con la noticia en el tablón de la comunidad de su edificio. “A ver si ahora me hacen caso esos imbéciles”, dijo clavando una mirada triunfal sobre el periódico, que sujetaba entre sus manos como un arqueólogo sujetaría la calavera encontrada de Jesús de Nazaret.

Al día siguiente le pregunté a María si aquel hombre había vuelto a por el periódico. Me contestó que no, y no pude evitar que por mi cabeza cruzase la fugaz idea de que a lo mejor al buen ciudadano le había caído encima un trozo de azotea al salir de su casa. Lo imaginé agarrando por el chaleco al enfermero que lo introducía en la ambulancia para poder decirle: “Si ya lo decía yo”.

martes, 17 de junio de 2008

Manías


Al pasear, si me acuerdo, piso las líneas de las baldosas. Me reconfortan los gatos negros que se cruzan en mi camino. Cuando veo a alguien enderezar un cuadro, voy luego detrás y lo tuerzo. Me desespera que se llegue exactamente puntual a una cita conmigo y me divierte pasar por debajo de las escaleras, especialmente los martes y trece. En la cena de Nochevieja me como las uvas antes de las campanadas, procuro levantarme siempre con el pie izquierdo, me asquean las patas de conejo, las estampitas, que me tiren de las orejas en los cumpleaños... Pero, sobre todas las cosas, odio mi manía de odiar las manías.

domingo, 15 de junio de 2008

El lado oscuro


Van a construir un aparcamiento subterráneo en Policarpo Sanz y he leído que transplantarán los naranjos que hay en esa calle. Esta tarde he pasado por allí y me he detenido un rato junto a uno. Le he deseado suerte, pues parece que se embarca en una aventura peligrosa, dicen que no es la mejor época para un trasplante y que la mitad de ellos morirán. Me vino a la mente una frase de Karl Kraus: “El progreso celebra victorias pírricas sobre la naturaleza”.

En algún lugar he leído que los árboles frutales guardan una proporción bastante similar entre la extensión de su copa y la de sus raíces. Me acordé de ello e instintivamente me separé un poco, como si le estuviera pisando un pie. Me puse a imaginar esa otra vida de aquel árbol bajo la acera. Es como si hubiera dos árboles, el de la luz y el de la oscuridad, como si las raíces fuesen el reflejo invertido de aquello a lo que nosotros llamamos árbol, lo que vemos. Un poco así somos las personas, vivimos en simbiosis con un lado oscuro que no se muestra y que nos alimenta en silencio. Enseñamos nuestra copa a los demás, la hacemos lucir, hermosa, mecida por un viento de palabras. El problema, como con los árboles, es que cuanto más crece ésta más crece nuestro lado oscuro, pues la copa necesita mayor agarre y más ambición con la que nutrirse. Y a su vez, cuanto más crece el lado oscuro más hemos de extender nuestras ramas al sol para captar mejor la luz y poder fotosintetizar las adulaciones y transformarlas en biomasa para nuestro ego. Un ciclo difícil de parar. Se ha comprobado que hay árboles, bosques enteros, que bajo tierra unen sus raíces. Sus yos oscuros trabajan juntos subrepticiamente para que sus copas crezcan lustrosas dando uno lo que le falta al otro y viceversa. Esta vez te dejo a ti hacer la analogía.

El naranjo de esta tarde me cayó bien, no tenía una copa demasiado crecida. Antes de marchar aspiré fuerte su olor a azahar y naranja amarga, con una mirada le pedí permiso y le hice una pequeña muesca en la corteza. En unos meses me pasaré por Castrelos, su nuevo hogar. Ojalá que sobreviva y no se haga muy frondoso.


sábado, 14 de junio de 2008

Si Juvenal levantara la cabeza


Dejó escrito Thomas Hobbes que la ociosidad es la madre de la Filosofía. Será por eso que andan estos días unos cuantos muchachotes muy atareados en el trabajoso esfuerzo de dar patadas a un balón para deleite de media Europa. Son unos chicos listos, no hay más que ver la cuenta corriente de cualquiera de ellos, por eso es una lástima tanta dedicación a su oficio, que les priva de gozar de momentos de esparcimiento en los que dejar germinar su capacidad intelectual. Entre partido y partido, el tiempo se les va en entrenamientos, compromisos publicitarios y las necesarias horas de pocha y Play Station con sus compañeros por eso de hacer piña, que es importante.

Está bien…, generalizo, la ironía siempre tiene algo de injusta y acepto que alguna mens sana ha de haber entre tanto corpore sano. Arrepiéntome, no debería de caer en este tipo de prejuicios. El consuelo que me queda es que he comprobado que no soy el único. Como ejemplo, el de un periodista deportivo que se dedica a publicar estos días un cuestionario contestado por los insignes representantes nacionales del arte del balompié, llamado deporte rey para mayor solaz de nuestra monarquía. Este personaje es todo un cachondo, no hay más que ver las preguntas (idénticas para todos). La primera ya da un avance de cómo se va a desarrollar la cosa: “¿Usas iPod o iPhone?” Luego le siguen preguntas triviales con otras más triviales del tipo “¿Te has traído el portátil?” o “¿Cuántas horas dedicas a jugar a la Play?”, lo que me empieza a hacer dudar de que este tipo sea en verdad periodista deportivo y no un agente oculto de alguna compañía de tecnología. Luego llegamos a los clásicos: “¿Película, actriz, actor, cantante, etc. preferidos?” ‘Brave heart’, Angelina Jolie y Rambo (este algunos lo usan para contestar a película y otros a la de actor, dos pájaros de un tiro por si le hacen falta balas al susodicho, que hay crisis) se llevan la palma en el noble y séptimo arte, el pop nacional en el musical. Llegado a este punto de la entrevista, parece que al periodista empieza a entrarle mala conciencia y decide incluir una pregunta en que los chicos puedan redimirse: “¿Qué libro te has traído para leer?” (nótese que, por si acaso, especifica: “para leer”). Casi nadie se ha traído alguno, pero no nos alarmemos, malpensados. Yo creo que simplemente se trata de un problema logístico, que a ver dónde encuentras un hueco en la maleta después de meter el iPod, el iPhone, la Play y el portátil. En fin, que después del éxito cosechado con la pregunta, el periodista no se complica y vuelve al tono inicial para el resto del cuestionario, en el que no me extenderé más.

Ahora pensaréis que voy a lanzar mi mensaje moralizante, que esto que he escrito es el preámbulo para comenzar la perorata sobre la degradación de los modelos sociales imperantes, la educación que le estamos dando a nuestros (vuestros) hijos y esto y lo otro. Ni por asomo. Sólo me estaba divirtiendo un rato a costa de otros, que ese sí que es el deporte rey y no el del esférico. Son jóvenes, son ricos y la vida es lo suficientemente larga para ir quemando etapas como corresponde. A donde quería llegar es a la forma en que uno de los chicos en particular contestó a un par de las preguntas. El señor Güiza, experto trepanador de redes ajenas, me ha metido un gol por toda la escuadra, lo confieso. Desconcertado me ha y vivo sin vivir en mí desde hace un par de días intentando buscarle el sentido oculto que sin duda guardan las siguientes respuestas:

Periodista: “¿Cúal crees que es tu mayor virtud?”
Güiza: “La humildad”.
Periodista: “¿Y tu mayor defecto?”
Güiza: “Ninguno”.

¿Hay mayor muestra de humildad? Güiza, eres un crack.

viernes, 13 de junio de 2008

De qué va esto


Pues aquí estamos tú y yo: un lector y un escritor. Dado que veo que te gusta leer blogs, deduzco que puede que también escribas alguno. Seguramente yo no soy tu lector, al menos todavía, pero tú, en este mismo instante, sí que eres mi lector. Es curioso, no te conozco de nada y estoy a punto de dejarte meter en mi cabeza. Cosas de internet. No sé si serás un santo o un hijo de puta de cuidado, quizás alguien al que le prestaría un “buenos días” por no tener que dárselo. Y sin embargo aquí me tienes, escribiendo letras para que tú las leas. Así que, santísimo hijo de puta, limpia los pies en el felpudo, pasa y tómate algo de mis pequeñas cosas. Porque de eso va este blog, de las pequeñas cosas, de las cotidianidades que me pasan, que veo, oigo o leo que les pasan a otros o que directamente me invento porque para algo soy escritor, bendita profesión de mentirosos. Y no hablaré de ellas porque tengan relevancia en sí mismas (que para algo son pequeñas cosas), sino porque hace tiempo que he descubierto que la verdad del mundo, la verdad del hombre como individuo y del hombre como sociedad sólo se nos revela cuando prestamos atención a estas pequeñas cosas. Hace tiempo escribí un texto llamado “Tres maneras de mirar un espejo” en el que decía que todas las personas somos espejos, seres sociales que somos, existimos, en tanto lo que los demás ven de nosotros. Por eso vivimos para engañar, aparentamos, escondemos nuestras inquietudes y reprimimos nuestros instintos, cubrimos nuestro yo más auténtico (nuestro más yo) porque nos preocupa lo que las demás personas piensen de nosotros. Pero a veces, por un momento, en las pequeñas cosas que decimos o hacemos, aquellas a las que no les damos importancia y por tanto relajamos la máscara, se puede entrever algo que al menos a un curioseador nato como yo le hace preguntarse cosas, poner a funcionar el cerebro y conjeturar sobre porqués. Antes hablé de verdades pero quizá no he sido correcto en el término. La Verdad —con mayúsculas— requiere de una objetividad pura y no es esa mi intención. Hablaré a veces sobre mis verdades, aquellas que la vida me ha ido dejando de regalo, que tal vez —que seguramente— no van a ser las tuyas. Y precisamente por eso, en la mayoría de las ocasiones no te contaré ninguna de mis verdades. Simplemente te contaré algo y tú decidirás qué verdad se puede sacar de ello, con lo que se convertirá en tu verdad. Y esa es toda la cosa. La cosa de las pequeñas cosas.